jueves, 18 de junio de 2015

Los signos de la nueva política

El mundo idílico del PSOE en 1979
Cuenta Antonio Muñoz Molina en su clarividente ensayo de 2013, Todo lo que era sólido, que lo primero que hizo el primer alcalde democrático de su pueblo, en 1979, fue retirar el crucifijo de su despacho y no participar en las procesiones, en cumplimiento de la separación entre la Iglesia y el Estado. Era un viejo militante socialista, austero, laico y republicano, que iba caminando todos los días al ayuntamiento (¿les suena?) y que, tras cumplir sus cuatro años de mandato, no volvió a presentarse a las elecciones. Parecía que los tiempos estaban cambiando, parecía que el mundo idílico que predicaba el PSOE y que dibujaba en su propaganda un gran ilustrador de entonces, José Ramón Sánchez, había llegado (véase El cartel político en tiempos de cambio). Por desgracia, el nuevo alcalde de Úbeda, joven y también socialista, no tardó en restaurar los comportamientos del pasado. La pompa y el boato hueco volvieron. Y lo mismo hicieron muchos otros políticos:

Desde muy pronto mostraron predilección por los simulacros; por las solemnidades, los protocolos, los acontecimientos, las conmemoraciones, las procesiones, las festividades, los organismos que consistían sobre todo en un nombre y un logotipo, los eslóganes publicitarios, las campañas de imagen: o esa entelequia que comenzó a llamarse la comunicación. 
(Muñoz Molina, 2013: 49)

La expresión del poder ha ido acompañada siempre de complejos sistemas semióticos en los que se expresa con nitidez la madurez democrática de las sociedades en las que ese poder se ejerce (véase Los discursos del poder). En aquellos años eufóricos e ingenuos de la transición, muchos pensábamos que los escenarios de cartón piedra sobre los que construyó el régimen franquista su infraestructura kafkiana, burdas imitaciones del modelo italo-alemán, caerían como un castillo de naipes. Craso error. Las nuevas generaciones políticas, los cachorros del poder, convirtieron en una frustrante pantomima el escenario reformista que se construyó a base de sacrificios, olvidos y concesiones de todo tipo en pro de la paz y la concordia. Y así nos fue...

Voces críticas escandalizadas y estupefactas salpican los medios de comunicación a cuenta del comportamiento de algunos ediles díscolos que rompen el protocolo y se atreven a cambiar los usos y las formas implantadas en los consistorios que ahora se renuevan. Sin embargo, no parece que esta circunstancia sea la preocupación prioritaria de los españoles. Ni que una alcaldesa gallega sustituya el retrato de Felipe VI que presidía su despacho por uno de Castelao. Como tampoco que la portavoz del ayuntamiento madrileño sea cuestionada porque en su etapa estudiantil irrumpiera en la capilla católica que existe en la Complutense o que la mismísima Manuela Carmena equipare la Fiesta del Orgullo con la de San Isidro. A estas alturas estamos todos curados de escándalos y espantos.

No tiene menos autoridad el alcalde que recoge su bastón de mando en mangas de camisa o en pantalones vaqueros. El ciudadano se detiene en otras cosas. Espera un cambio tangible que se aprecie en su existencia cotidiana. Para eso se necesita tiempo. Al menos ese margen de cien días que suele establecerse. Hasta ahora hemos visto gestos, signos que anticipan un terremoto mucho más profundo. Ahí reside el miedo de los voceros de la caverna, de aquellos que no quieren que cambie el sistema, que le muevan los cimientos, el sillón.

El hábito del poder (Bokassa)
Cambia la expresión del poder popular. Su significante y su significado en un contexto social que tiene poco que ver con el de la transición. Y, sobre todo, cambia su sentido o, mejor dicho, tiene ahora un sentido del que carecía. No se trata de abandonar las ceremonias, los símbolos, sino de crear nuevas fórmulas de relación directa entre la sociedad y sus representantes. Empezando por lo evidente; los crucifijos y los juramentos ante Dios deben ocupar el espacio que les corresponde: en las iglesias. 

Durante mi vida universitaria, mi padre me decía que el hábito no hace al monje pero ayuda. No seguí su consejo (otros sí) y continué algunos años con mis melenas. Y no me fue mal.

Hoy parece que se trata de elegir entre seguir vistiendo el hábito que hemos usado hasta ahora o colgarlo para siempre en la percha de la historia para buscar otros ropajes algo más laicos que no oculten las verdaderas intenciones del representante que hayamos elegido, sea el susodicho un socialdemócrata de izquierdas, un liberal conservador de derechas o un terrible radical bolivariano con coleta.


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